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Mujer on constant sorrow

Ficciones

Ojos de artista

Sentada en aquel taburete situado en el centro del estudio pensó de pronto que nunca un artista la había mirado así antes. 

Desnuda sobre la sábana blanquísima y arremolinada que cubría el asiento y con la piel tensa por exigencias de la postura, se dejó acariciar por aquellos ojos tan especiales. Centímetro a centímetro recorrió el escultor cada tramo de piel, explorando las sombras de cada recoveco  y recreándose en cada ángulo y cada curva, con una suavidad y una delicadeza tales, que a ella casi le parecía que la estaba mirando un argos sensitivo, cuyos ojos fuesen todo tacto capaz de acariciar del modo más dulce. 

En algunos momentos la recorría de arriba abajo como una ola que abarca por completo y engulle con tanta determinación que uno se ahogaría casi con placer. En otros, en cambio, parecía encontrar una esquina insólita o un músculo particular y se detenía en él durante un rato, al tiempo que moldeaba furiosamente su bloque de arcilla y se mojaba las manos para que la pieza no perdiera su frescura; arrancando y pegando, alisando y torneando; alternando la combinación de dedos sobre aquella escultura que debía ser la interpretación de su cuerpo. Llegados a un cierto punto, él le pidió que cerrara los ojos y ella sintió que el suelo se le escapaba bajo los pies y que sólo aquella mirada la mantenía suspendida, a salvo de precipitarse en vertiginosa caída hacía desconocidas profundidades. 

El escultor terminó y ella notó que la tomaba de la mano animándola a levantarse. 

-No abras los ojos – le pidió en voz baja – Ven. Y la condujo delicadamente hasta la escultura, colocándole despacio las manos sobre ella. -Toca sin miedo, pero con cuidado, aún está fresca. Quiero que veas cómo yo te he visto.

Ella, vestida con una fina capa de arcilla que empezaba a solidificarse sobre su piel, deslizó con curiosidad sus manos por aquella pieza y descubrió sorprendida cada palmo de su cuerpo, interpretado con una fuerza y una sensibilidad que la conmovieron en un escalofrío que a duras penas pudo espantar con un repentino suspiro. El artista sonrió y la invitó a contemplar la escultura como todos la verían: el supuesto resultado final, incompleto, como ella acaba de comprender, sin el regalo que él le había hecho. Entonces fue cuando también comprendió, ahora con tristeza, que todo tiene su precio y que toda mirada le parecería en adelante absurda, tosca, torpe, burda, mientras se repetía, convencida, que a ella nunca la habían mirado de esa manera. 

Pocos días después leyó en el periódico una reseña sobre una exposición del escultor y algunos datos sobre su vida. Tomás V. había perdido la vista en un accidente de coche que truncó su carrera de fotógrafo. Desde entonces se había dedicado a la escultura y sus manos se habían convertido en sus ojos.