Saad es un moro guapo y, probablemnete, el único vendedor de babuchas en toda la medina de Marrakech que no habla español y que no intentó atraerme a su tenderete con el consabido “¡todo bonito, todo barato!”. Tal vez fue por eso que entré en su tienda. O tal vez porque intuí sus ojos tras el brillo de las babuchas. O por simple casualidad… pero el caso es que entré y enseguida me fijé en unas preciosas zapatillas rojas bordadas con abalorios multicolores.
-¿Cuánto quieres?-pregunté.
-120 Dirhams-respondió al momento en un trabajoso español.
-Uff…-dije yo fingiendo contrariedad-80 te doy…
-¿80? ¿De dónde eres?-Curioseó.
-Española, andaluza, vecina, vamos. Y compro las mismas babuchas en Granada por mucho menos-le espeté tirándome un farol.
-Mira-comenzó a decir en francés-te explico por qué estas son mejores…
Y empezó a contarme una serie de detalles sobre la maestría del bordado, la dificultad del cosido a mano, la calidad de la piel de camella y no sé cuántas cosas más, porque la verdad es que yo no hablo francés. Pero le dejé hablar. En realidad daba igual, y yo hacía ya rato que me había olvidado de las babuchas y estaba más bien concentrada en unos ojos que se acercaban cada vez más a mí a medida que hablábamos.
Él, entretanto, movía mucho las manos mientras me demostraba lo flexibles y suaves, pero a la vez, fuertes, que eran sus babuchas. Pero yo ya sólo podía pensar en lo mucho que me apetecía tirarme de cabeza en esos ojos, nadar a placer por ese iris tostado e intenso, bucear por el negro brillante de sus pupilas y recalar por sus profundidades, hasta colarme en lo más escondido de su alma morisca…
De pronto, una pregunta en español me devolvió a la realidad.
-¿Entiendes?
-Sí, sí–dije yo entre despistada y segura- pero no te doy más de 80 dirhams. Ouaha?
-Ouaha–dijo él, reconociendo, para mi satisfacción la palabra bereber que se usa para cerrar los tratos y que yo había aprendido en otro tenderete unos minutos antes-. Tienes ojos de gata-añadió-y las gatas son peligrosas. ¿Cómo te llamas?
-Sorrow–contesté mientras recogía mi vuelta y mis babuchas. ¿Y tú?
-Saad-dijo alargando una a que a mí me pareció sensual y eterna.
-Hasta la próxima, Saad-le dije. Y le sonreí.
Me callé, sin embargo, lo que yo opinaba de sus ojos. Y es que, por un instante, me vi en mi propia fantasía protagonizando la versión mora de La Pasión Turca.
¡Pena de diferencias culturales…!