Madame X tenía inicialmente nombre propio. Y no me refiero a la señora en cuestión, sino al cuadro. Pero estamos a finales del siglo XIX y que el autor, John Singer Sargent, decidió quitar el nombre propio y dejar a la dama envuelta en el misterio del anonimato, tal fue el revuelo que se levantó en la presentación publica del retrato. La llamó simplemente X y con ello terminó de cerrar el envoltorio de misterio con que había pintado su mejor obra.
De hecho, yo conocí antes el nombre que el cuadro y me moría de ganas por ver la silueta de la mujer que el pintor había querido llamar de ese modo tan misterioso y sensual. Luego uno ve el cuadro y puede pensar que es un retrato más. Pero si dedicamos una segunda mirada, que merece a todas luces, descubriremos mucho más.
Madame X esconde tanto como enseña. Y en este juego de luces y sombras descubrimos mucho de ella. Su vestido de raso negro, abierto sobre el pecho en un generoso escote en forma de corazón, deja a la vista una piel blanquísima, casi transparente, que contrasta con el color rotundo del traje de fiesta. Sugerencia, por tanto, incluso descarada diría yo. Pero también distancia. Madame X no nos mira de cara, sino que aparece de perfil al espectador, en una postura extraña para un retrato de cuerpo entero. Su perfil es fino y elegante, de líneas delicadísimas y pone en primer plano un elemento atípico: su oreja, iluminada por un rubor que resalta sobre la porcelana del resto de su cuerpo. ¿Atiende una llamada Madame X y por eso no nos mira? ¿O Tal vez espera oír algo por parte del espectador que la mira sin pudor y la prudencia le hace mostrarse distante?
Pero volvamos a la postura. Vestida de fiesta, se encuentra seguramente en un lugar concurrido. ¿Qué la lleva a esa esquina solitaria? Y, sobre todo, ¿qué tormenta interna la hace agarrase de ese modo forzado a la mesa, mientras con la otra mano se recoge el vestido? ¿Quiere quedarse? ¿Quiere partir? Madame X no se nos muestra con la típca placidez del retrato académico decimonónico femenino, sino que la encontramos en una encrucijada. Bella, elegante y seguramente culta, Madame X representa la encrucijada en que la mujer se ha encontrado desde principios del siglo pasado. Ese saber y querer poder, sin terminar de encontrar su lugar, pero también el juego de sugerente distancia y velada seducción que forma parte de toda mujer, aún hoy. Por eso Madame X es un retrato moderno.
Al hombre de finales del XIX le tocó asistir al inicio del cambio en la mentalidad femenina, a la toma de conciencia de sus posibilidades, y la consideraba por ello un ser extremadamente peligroso, misterioso y extraño que no comprendía. Así, se afanó en representarla nostágicamente como un ser divino y angelical al que glorificar desde lejos en la seguridad de que no existe, o bien como imagen de todos los males y peligros del mundo, en forma de seres sabios pero negativos para la imaginería popular (brujas, circes, hechiceras, etc…).
John Singer Sargent, en cambio, va más allá y se atreve con una sinfonía de matices. Sargent nos sorprende por ser capaz de resumir un cambio de conciencia en el subconsciente femenino y por hacerlo de una forma tan bella y sensual. Madame X es la hechicera sabia y seductora, pero es también el ángel que ha de ser admirado. Una obra maestra, sin entrar en cuestiones técnicas que dejo a los expertos. Sin embargo, dejando esas cuestiones a parte, a mí cuando miro el cuadro me asalta siempre una duda. Dicen que detrás de un hombre siempre hay una gran mujer, pero ¿qué clase de hombre hay detrás de Madame X? ¿Qué nos mostraría el retrato de Monsieur X?