Tiempo de nieves
Hoy Munich se ha convertido por fin en la neverita que todos esperamos que sea en esta época del año y que una primavera demasiado madrugadora nos estaba escamoteando perversamente.
La nieve ya estaba anunciada. Por eso, cuando ha sonado el despertador esta mañana, muy al contrario de lo que suele ser mi costumbre, he salido de un brinco de la cama al primer toque y he corrido a la ventana a ver si ya estaba todo cubierto de blanco.
Y, efectivamente, nevaba… Aún no era esa nieve perfecta (porque la nieve puede ser perfecta), leve y juguetona, que casi se resiste a caer y que parece que ralentiza todo lo que ocurre a su alrededor. Era una nieve acuosa y algo pesada, pero lo importante es que cuajaba y todo empezaba a estar bastante cubierto, de manera que la ciudad sonaba ya distinta, más silenciosa.
Entonces me he preparado un café y me lo he tomado de pie junto a la ventana de la cocina, atontada mirando caer los copos de nieve, en un tiempo que se me ha antojado fuera de este mundo, inexistente. Una especie de “huída del tiempo”, como diría Ybris sabiamente. Porque la nieve es como el fuego o el mar: uno puede quedarse horas delante contemplando y nunca será igual. Finalmente he vuelto en mí y me he puesto en marcha: tac, tac, tac… Tiempo mundano y prosaico, marcado para no llegar tarde, aunque, como siempre, he llegado tarde. Pero, ¿tarde para qué? Y, sobre todo, ¿para quién? Sé que estas preguntas tienen respuestas sencillas, pero no me convencen.
Después, a la vuelta de la oficina, he querido hacer una foto para ilustrar el post: mi bici antes de retirarse a hibernar en el sótano. Y es que la pobre no está ya para aguantar estos extremos. Lo que no sabe es que pretendo jubilarla y cambiarla por una más joven cuando se vaya la nieve… No sé si seré capaz.